La música en Canarias: lo que se escucha y lo que se sostiene en silencio

Este artículo reflexiona sobre la importancia de la música en Canarias como práctica cultural viva y tejido comunitario. Señala que la verdadera cultura no se sostiene únicamente en grandes eventos, sino en el trabajo cotidiano de escuelas, bandas, asociaciones y docentes, y plantea la necesidad de invertir en la base del ecosistema musical para garantizar continuidad, identidad y futuro.

Jesús Agomar

11/9/20253 min leer

Hablar de música en Canarias es hablar de una historia compartida. Una historia que no se escribe solo sobre escenarios ni en grandes festivales, sino en locales de ensayo, en aulas pequeñas, en plazas de barrio, en sociedades culturales, en hogares donde alguien estudia a deshoras, en las conversaciones que surgen entre quienes viven la música no como entretenimiento, sino como una manera de estar en el mundo.

La música está profundamente arraigada en la experiencia social de las islas. No es únicamente repertorio ni tradición: es práctica viva, continuamente reconstruida por quienes la ejercen. Tal como señaló Raymond Williams, “la cultura es un proceso, no un producto” (Williams 1977, 64). Ese proceso, en Canarias, está tejido por encuentros, aprendizajes intergeneracionales, esfuerzos cotidianos y una estructura comunitaria que rara vez aparece en los discursos oficiales.

Cuando hablamos de música, solemos fijarnos en sus resultados visibles: temporadas sinfónicas, conciertos destacados, festivales internacionales, premios y figuras reconocidas. Todo ello tiene valor, sin duda. Sin embargo, la verdadera arquitectura cultural de Canarias se sostiene mucho antes y mucho más abajo, en lo cotidiano. Se sostiene en el profesor o profesora que continua enseñando después de su jornada laboral, en las bandas que ensayan varias veces por semana en locales cedidos y adaptados con lo que se tiene, en las familias que reorganizan horarios y esfuerzos para sostener vocaciones, en quienes componen y arreglan sin la certeza de que su obra será interpretada, en quienes dirigen agrupaciones como un acto de cuidado, no de imposición. También se sostiene en las escuelas municipales que forman a generaciones enteras en silencio y en las asociaciones culturales que mantienen vivos lugares de encuentro en los pueblos.

Ese esfuerzo no es secundario. Es, de hecho, el fundamento de todo. Pierre Bourdieu lo expresó con sobriedad al afirmar que “el arte no se sostiene en el vacío; necesita de un campo que lo reconozca y lo reproduzca” (Bourdieu 1993, 29). Ese campo, en Canarias, lo sostienen sobre todo las comunidades.

En las últimas décadas, las instituciones culturales canarias han desarrollado una programación escénica notable, y esto ha permitido proyectar hacia dentro y hacia fuera una imagen cultural activa. Sin embargo, la programación por sí sola no garantiza sostenibilidad. Como advierte Néstor García Canclini, “las culturas no se sostienen únicamente mediante exhibiciones, sino mediante continuidad educativa e institucional” (García Canclini 1999, 112). La pregunta es, por tanto, inevitable: ¿estamos apoyando la música como proceso, o únicamente como espectáculo?

La música no nace en el escenario: llega al escenario después de años de formación, convivencia y trabajo silencioso. Si se invierte únicamente en la parte visible, el ecosistema se vacía desde la raíz.

La música como tejido social

En Canarias, la música no es solo arte: es también comunidad. En pueblos, barrios y ciudades, las bandas, coros y agrupaciones han sido, durante generaciones, espacios donde se aprende a convivir, a escuchar, a sostener responsabilidades compartidas. Son lugares donde los jóvenes encuentran referentes, donde los adultos encuentran propósito, donde la vida emocional de las comunidades se acompaña en celebraciones, ceremonias y duelos. La cultura no sucede únicamente en los auditorios; sucede también en los pasillos donde se guardan los atriles, en los cafés después del ensayo, en el sentimiento de pertenencia compartida. Ese valor, sin embargo, pocas veces se trata con la seriedad que merece en la planificación y sostenimiento cultural. Canarias es una cultura atlántica. Ha crecido en relación con el mundo, en tránsito, diálogo, mezcla y desplazamiento. Su música no es un repertorio que deba preservarse intacto, sino un movimiento vivo que continúa transformándose. Convertir la música exclusivamente en símbolo turístico o marcador folclórico la empobrece. La identidad no es algo que se exhibe para confirmar una imagen fija; es algo que se construye en el tiempo a través de prácticas vivas.

La filósofa María Zambrano escribió que “la cultura se sostiene en el cuidado y en la escucha” (Zambrano 1989, 17). Si esto es cierto —y lo es— entonces la consecuencia lógica es clara: si creemos realmente en la música como identidad cultural, debemos invertir en su base. No solo en lo que es visible o espectacular, sino en aquello que sostiene el proceso: la formación musical accesible, las bandas y asociaciones comunitarias, la creación contemporánea, la docencia dignificada, los espacios de ensayo seguros y estables, la continuidad de los proyectos más allá de los ciclos políticos.

Yo hubiera dicho —y lo digo— que hay que ser coherentes. Si afirmamos que la música nos representa, entonces invertir en su base no es un gesto de apoyo, es una responsabilidad cultural. Incluso diría que es una manera profunda de hacer patria. No una patria cerrada ni excluyente, sino una patria entendida como comunidad que se cuida a sí misma a través de la cultura que la expresa y la sostiene.

La verdadera cultura no es lo que se muestra cuando hay focos.
Es lo que permanece cuando los focos ya no están.

Y eso —lo que permanece— es precisamente lo que estamos llamados a proteger.