Ante un estreno
Después de más de veinte estrenos, sigo sintiendo lo mismo cada vez que una obra mía suena por primera vez: la música deja de ser mía y empieza a ser de quienes la escuchan. Con Fusión, estrenada el 22 de noviembre en Los Realejos, y con Érase, que presento este 30 de noviembre con la OCGC, he vuelto a vivir ese instante en el que la obra se emancipa. Lo que antes era un espacio íntimo se convierte en una experiencia compartida, en algo que respira a través de otros. Y ahí, justo cuando deja de pertenecerme, es cuando la música realmente cobra sentido.


Después de más de una treintena de estrenos, uno podría pensar que el ritual se vuelve rutinario. Pero no. Cada vez que una de mis obras se presenta por primera vez, regreso inevitablemente a la misma sensación: la música deja de pertenecerme justo en el instante en que comienza a sonar. Y, paradójicamente, es ahí cuando se vuelve verdaderamente importante.
Antes del estreno, la obra vive únicamente dentro de ti. Durante semanas, Fusión fue eso: un paisaje interior, un tejido de decisiones, dudas y hallazgos que habitó en mi cabeza casi en secreto. Igual ocurrió con Érase, que soñé primero como una historia sonora antes de verla cobrar cuerpo en una orquesta sinfónica completa.
En ese tiempo previo, uno siente que controla cada detalle. Cada compás parece obedecer. Cada idea pertenece a ese espacio íntimo donde la creación es un diálogo entre tú y la música que aún no existe para nadie más.
Y de pronto llega el primer ensayo. En Los Realejos, escuchando Fusión por primera vez en manos de los músicos, tuve la misma sacudida que he tenido siempre: la música me respondía, sí, pero ya no como yo la imaginaba. Ya no era la versión mental perfecta ni los matices que uno repite mil veces en silencio. Era algo mucho más vivo, más humano, más imprevisible.
Con Érase ocurre igual. La OCGC le da una dimensión que ningún software ni ningún boceto podía anticipar. Se transformó. Se abrió. Me contradijo y me superó. Y eso es lo más fascinante: ver cómo la obra se escapa de tu control sin pedir permiso. Eso la hace grande y perdurable
El pasado 22 de noviembre, sentado entre el público en Los Realejos antes del estreno de Fusión, sentí esa mezcla que nunca desaparece: calma y vértigo, orgullo y vulnerabilidad. Uno sabe que todo lo que ha sido silencioso durante meses está a punto de exponerse ante desconocidos. Esa sensación te atraviesa siempre, aunque lleves veinte o cien estrenos a la espalda.
Este sábado 30 de noviembre, cuando Érase suene por primera vez ante el público, sé que volverá el mismo hormigueo. Esa especie de entrega absoluta: la obra ya no te obedece, no te protege, no necesita tu aprobación. Simplemente vive.
Y entonces ocurre lo esencial. La obra deja de ser un proyecto, un archivo, una partitura, para convertirse en una experiencia. Fusión ya no es solo lo que yo quise decir: es lo que cada persona sintió ese día. Érase pronto se convertirá en un recuerdo diferente para cada oyente.
Eso es lo que me sigue maravillando después de tantos estrenos: la música se completa fuera de uno. Su verdadero hogar no es el estudio ni la partitura: es la escucha.
Cuando todo termina y las luces se apagan, siempre queda un pequeño duelo. No porque la obra se pierda, sino porque ya no es mía. Y al mismo tiempo, hay una gratitud enorme: ahora pertenece al mundo, a quienes estuvieron allí, a quienes la interpreten en el futuro, incluso a quienes la recuerden de manera imperfecta.
Después de tantos estrenos, creo que he entendido algo:
la música solo cumple su propósito cuando deja de pertenecer al compositor. Y cada vez que entrego una obra al público, siento que vuelvo a aprenderlo desde cero.